sábado, 5 de junio de 2010

La Felicidad y el Perdón






Juan Pablo II con Medmed Ali Adca   
La felicidad exige tener siempre “limpia nuestra casa” y para éllo, entre otras cosas, debemos haber perdonado a las personas que nos han ofendido y haber pedido perdón de las que hemos dañado.
Cuando una persona nos ha ofendido de alguna forma, eso crea en nosotros, un dolor, una tristeza o un rencor hacia élla. Mientras no logremos liberarnos de ese sentimiento negativo no podremos encontrar la paz necesaria para vivir la felicidad. Ese dolor, tristeza o rencor que envenena nuestro cuerpo, mente, corazón y alma nos hace ciegos al amor y no nos permite entender que la ofensa proviene de la imperfección que compartimos todos los seres humanos.
El Padre Nuestro dice en una de sus partes “…perdona nuestros pecados, así como nosotros perdonamos a quien nos ofende.” Esto implica una actitud humilde como seres imperfectos y un compromiso reiterado y constante en cuanto al perdón.
El perdón no necesariamente pasa por el arrepentimiento de la persona que nos ha ofendido, pero si se requiere que el perdón sea expresado. Cuando perdonamos liberamos a la otra persona de un peso que tiene sobre sí y le abrimos la posibilidad de reivindicarse, de superar su error y convertirse en una mejor persona. A veces la persona no reconoce su falta, o no se arrepiente de lo que ha hecho o no asume un sincero compromiso de cambio, pero eso no es responsabilidad nuestra, porque cada quien es el único responsable de su proceso de crecimiento en esta vida.
Pero cuando uno de los apóstoles de Jesús le preguntó ¿Cuánta veces tenemos que perdonar a una persona?, Éste le contestó: “Setenta veces siete”.
Otro asunto diferente es el olvido. Para éllo se requiere de tiempo, que la persona, con sus acciones muestre que ha cambiado y pueda restablecerse nuevamente la confianza. No podemos caer en un ciclo repetitivo de ofensa y perdón, porque en ese caso hacemos un mayor daño al ofensor al no permitirle asimilar su aprendizaje de vida.
En este sentido se requiere expresar a las otras personas como nos hacen sentir sus palabras o sus acciones, cuando estas nos afectan negativamente, evitando calificar o descalificar a la persona a quien hacemos el reclamo. Sacar para afuera eso que nos duele o molesta, sin ofender a la otra persona, dándole la oportunidad de corregir su proceder. Esto nos permite evitar que las ofensas se enconen y acumulen en nuestro interior con el grave riesgo que podamos agredir, a su vez, al ofensor de manera desmedida.
Incluso cuando se trata de aquellas personas a las que en nuestra vida les profesamos un amor incondicional, el perdón que otorgamos no puede liberarla de la responsabilidad y las consecuencias que debe asumir por sus actos. Esta incondicionalidad no puede justificar el alcahutear sus errores ni liberarlo de las consecuencias de los mismos.
La otra parte del perdón es mucho más difícil de lograr y por ende es la más importante; se refiere tener la humildad y el valor para pedir perdón a quienes hemos ofendido. Cuando logramos sinceramente pedirlo y ponernos en movimiento para capitalizar ese error cometido, lograremos evolucionar hacia una mejor persona, y admás lograremos vencer los dos mayores enemigos de la humanidad y por ende de la felicidad, la soberbia y la vanidad