Cuando se piensa
en Gonzalo Pérez Luciani, la primera
palabra que aparece es el amor. Él amó mucho y fue inmensamente retribuido.
El amor es una
experiencia dulce y amarga, porque ella nos proporciona las mayores alegrías de
la vida y también nos sumerge en las más duras tristezas.
El que no ama no
sufre, pero jamás conoce la verdadera felicidad; el que no ama, pasa por esta
vida sin que la vida pase por él.
El Dr. Pérez amo
con pasión todo lo que se relacionaba con su vida; un amor por su madre y sus
hermanos, tanto que, a pesar de ser de los menores de su casa, siempre fue el
ángel protector de la familia Pérez Luciani, consejero y factor de conexión que
alcanzó a muchos de sus sobrinos y hasta sobrino nietos.
Con nuestra madre
logró un matrimonio perfecto. Pero cuando digo perfecto no lo hago en términos
divinos, sino humanos. Para los seres humanos la perfección divina es aburrida;
por eso la perfección humana requiere desencuentros, tropiezos, tristezas y
demás. Hace falta el contraste.
Con nuestros
padres aprendimos que el amor en pareja es una voluntad inquebrantable de
permanecer unidos, pero además, de enfrentar cualquiera contrariedad en post
del nosotros. Que, además del respecto y la comunicación, debe haber una habilidad para
reclamar, poner sobre la mesa cualquier diferencia y resolverla, porque los
votos del matrimonio no deben escribirse en una piedra, deben hacerse en papel
y con lápiz, para que con el tiempo se cambien, se mejoren las reglas; en fin,
se permita que en unión cada quien se desarrolle, evolucione y crezca, en post
del nosotros. Lo que no evoluciona, se deteriora y termina destruido.
El Dr Pérez
siempre se mostró al mundo tal cual era y frente a su familia pequeña
especialmente. Podíamos ver con claridad sus virtudes, sus defectos y sus
carencias humanas, lo cual nos permitió amarlo y protegerlo, porque en él no
hay soberbia, ni vanidad. Terquedad en algunos aspectos, sí.
Él no se impuso
nunca y nos permitió crecer a cada uno, incluyendo a nuestra madre, para que
siguiéramos cada uno su camino y aspiró que nos graduásemos en la universidad y
que lográsemos independencia económica, con especial refuerzo para sus hijas,
porque el heredó de su mamá y cultivó en nosotros un feminismo sano, no revanchista.
Siempre nos
decía, “La vida da muchas vueltas, hoy
tienes dinero y mañana estas en la calle, pero nadie te puede robar lo que
tienes en tu cabeza y en tu corazón.”
También nos
enseñó a disfrutar plenamente de la vida, pero con responsabilidad.
Un aspecto
resaltante del Dr Pérez han sido sus silencios. A veces era capaz de pasar un
día entero sin proferir palabra; esta era su manera de ensimismarse en sus
reflexiones y pensamientos. Nunca se precipita a hablar de algo de lo que no
está seguro o al menos que su intuición guie su opinión. Es capaz de decir
mucho en poquísimas palabras, habladas o escritas. A pesar de esos silencios, estar en su
compañía, hace sentir a la gente, una paz muy grande, una protección muy
especial. Siempre lo visualizamos como si fuera un gran árbol, que en cualquier
circunstancia se encuentra cobijo bajo su sombra.
Otra de sus
facetas es la de haber sido un maestro apasionado del derecho, actividad a la
que le dedicó más de 50 años a la docencia.
Recuerdo una de
sus frases en clase, en la que recomendaba a sus alumnos a ser escépticos a
todo lo que estaba escrito en un papel; a cuestionar todo, a hacerse una
opinión propia de cualquier tesis que otra persona defendiera.
Su gran mérito
en esta vida son sus alumnos, mucho de ellos, un grupo de abogados estudiosos y
enamorados del derecho que ha seguido sus propios y diferentes caminos
enalteciendo a nuestra profesión.
Nuestro padre no
solo ha sido maestro, también ha sido un dedicado abogado en ejercicio, al lado
de su hermano José Mélich Orsini y sus otros compañeros de bufete, hoy
presentes; también fue juez y árbitro de derecho a lo largo de su vida
profesional. Siempre ha actuado con honestidad moral e intelectual, dedicación,
responsabilidad, respetando siempre a sus colegas vencedores o vencidos y, lo
más importante, aunque ha sido siempre de pocas palabras, no ha sabido callarse
nunca ante una injusticia. Su gran defecto: excesiva humildad.
Uno de sus
últimos amores fue el Banco de Caribe, en donde encontró acogida y afecto y
sobretodo una libertad plena para pensar y expresarse plenamente, con
poquísimas palabras, muy poderosas. Allí trabajó hasta que el “carapacho” no dio
para más, como el mismo decía. Pero aun así siguió tirando de la carreta, sin
parar.
Muy especial es
que haya emprendido su camino a la eternidad en los albores de la conmemoración
de la entrada triunfante de Jesús a Jerusalem, lugar en el cual se cumplirá de
primero la promesa de la resurrección de la carne.
No dudo que hoy
estará en el cielo, porque casi nunca hizo daño a las personas y cuando lo hizo
lo reparó con creces, fue generoso al máximo y en todos los sentidos, se
entregó a sí mismo y todo su conocimiento y sabiduría, con prodigalidad y
humildad.
Si el cielo es
tan perfecto como lo pintan, lo vemos junto a sus padres Manuel Pérez Díaz y
Lucila Luciani Eduardo, sus hermanos carnales y sus amigos y hermanos de la
vida, José Mélich Orsini, José Antonio Cordido, Juan Porras Rengel, Ricardo Azpúrua,
José Mendoza, Ney Himiob, José Iturriaga Romero, Aquiles Monagas, Alberto Weibezan, Gustavo Planchart, Manolo
Castillo, Luis Tani, Manuel Osorio Menda, Francisco Reyes Pérez y muchos más
que, con él, han disfrutado de la vida con plenitud y responsabilidad.
A nuestra madre todo el amor, respeto y admiración por haber amado
tanto a nuestro padre y haber sido su maestra más sabia y paciente. Por haberlo
cuidado todos estos años con tanta dedicación.
Gracias a todos
aquellos que nos han acompañado a los largo de la vida del Dr. Pérez, con su
cariño, apoyo, oraciones y solidaridad. A sus médicos que lograron engañar a la
muerte en varias oportunidades y convertirlo en un “olvido de la muerte”.
Por último,
damos gracias a Dios por habernos prestado a un gran compañero en este viaje
que es la vida.
Que Dios los
bendiga a todos.
Homenaje de Los Nietos
Por: Álvaro Godoy Pérez.
Mi abuelo
Tratar de describir lo que significó mi
abuelo para mí es muy complejo, pero a la vez muy simple.
Simple, porque sencillamente él fue eso,
mi abuelo. En todo el sentido de la palabra. El abuelo que me dio consejos y
regalos, el abuelo que me daba de su reserva personal de chocolates cuando
íbamos a la playa. El abuelo que con su voz casi inaudible, me contó una
infinidad de historias. El abuelo que pasaba horas en su estudio leyendo, con
olor a libros viejos, olor a abuelo.
Lo complejo de describirlo tiene que ver
con su humanidad. Con la persona que fue y la vida que vivió. Supongo que la
mejor forma de resumirlo es diciendo que fue un ser humano ejemplar o más bien
un perfecto ejemplo de lo que debe ser un ser humano. Un hombre con virtudes y
defectos. Su inteligencia siempre me pareció infinita, así como su sabiduría.
También supe reconocer su enorme terquedad que nos obligaba a todos a hacer las
cosas a su manera, por suerte mi abuelo se caracterizaba por su gusto por la
comodidad, la buena comida y, sobretodo, la buena bebida, así que era difícil
no darle la razón.
Su vida fue para mí y para todos sus
nietos, un gran ejemplo a seguir. Un hombre que vino de poco y a fuerza de
educación y trabajo alcanzó a ser mucho. Alcanzó la cima de su profesión, el reconocimiento
de parte de todos aquellos que tuvieron la suerte de trabajar con él. Fue
profesor por vocación durante medio siglo. Hizo dinero. Viajó por el mundo,
pero lo más importante es que siempre estuvo ahí, como la cabeza de una familia
que al día de hoy, a pesar de la distancia, sigue siendo una familia unida por
el amor, el mismo amor que él nos dio. Nos dio su amor y nos dio su ejemplo,
por eso cada vez que veo mis propias aspiraciones y ambiciones para mi vida, no
puedo evitar pensar en mi abuelo.
No hay persona cercana a mí a quien no le
haya hablado alguna vez de mi abuelo. De cómo por él aprendí a disfrutar de la
vida. De mi abuelo aprendí que lo más importante es disfrutar de cada momento,
con una buena comida, una buena bebida y, sobretodo, una buena compañía, la
compañía de la familia, de los amigos y de los seres queridos. De mi abuelo
aprendí que para alcanzar lo que quiero necesito trabajar, necesito estudiar,
pero sobretodo, necesito disfrutar apasionadamente de lo que hago. De mi abuelo
aprendí que nunca habré leído suficiente, porque siempre hay algo nuevo que
aprender. Lo único que todavía me queda por aprenderle a mi abuelo es a callar.
Esa admirable capacidad de estar en silencio que me elude y que en él era tan
natural como respirar.
Ahora que se fue, la verdad es que no rehúso
a pensarlo en el cielo. No quiero pensar que allá arriba tan lejos esté mi
abuelo. Lo único que quiero creer es que lo llevo conmigo a todas partes, que
mis hijos y mis nietos también sabrán quién fue Gonzalo Pérez Luciani. No me
hace falta fe para saber que el alma de mi abuelo es inmortal, porque yo
personalmente me encargaré de que así lo sea, al menos hasta que llegue mi
turno de dejar este mundo y entonces, cuando llegue al final de mi camino, si
me doy cuenta de que logré al menos una fracción de lo que logró mi abuelo,
sabré que mi propia vida valió la pena.
Por último, a la familia, a los que aquí
quedamos y en especial a mi abuela. Los amo y pronto estaré allá para darles un
abrazo y a través de todo el amor que nos tenemos, recordarlo y honrarlo.